La comunicación siempre fue un arma. Desde sus inicios, fue utilizada no solo para informar, sino para construir ideologías. Durante el siglo XX, las vanguardias artísticas, especialmente el cine, lo entendieron muy bien. Fue el cine el que ayudó a transmitir ideas políticas, a educar, a construir estereotipos tanto positivos como negativos sobre cómo deberíamos ser y actuar en nuestras propias vidas, a crear héroes o a fabricar enemigos. No eran simples imágenes; eran discursos poderosos que marcaban cuál era la forma correcta de ver el mundo.
Hoy, la historia se repite, pero con nuevos escenarios. Los políticos no necesitan una sala de cine: tienen redes sociales, foros internacionales y algoritmos que amplifican sus mensajes de odio a una velocidad que las viejas propagandas ni soñaban. Lo que vemos ahora con los gobiernos de derecha no es innovación; es una actualización de viejas fórmulas: usar la comunicación para crear miedo, dividir y señalar a un «otre» que amenaza el supuesto orden.
Ante este escenario nuevo, pero viejo conocido, se reflota la figura del individualismo. Nos vendieron que el futuro pertenece al individuo, al que «se hace a sí mismo», y ese relato es terreno fértil para el aislamiento. ¿Quién necesita preocuparse por el otre cuando nos enseñaron que palabras como «mi libertad» son más importantes que «nuestra justicia»? En este juego, el odio tiene aún más peso, porque destruye cualquier posibilidad de conexión humana. Ese «otre» al que hoy se le quieren quitar derechos deja de ser una persona y se convierte en un concepto abstracto, fácil de deshumanizar. Es difícil, por momentos, detenerse un instante a pensar: ¿y si ese «otre» fuera tu prime, tu hermane o tu mejor amigue? ¿Seguiría siendo tan fácil mirar para otro lado?
El cine, como herramienta de comunicación, enseñaba a reflexionar colectivamente. Hoy, las narrativas individuales y de consumo masivo hacen lo contrario: simplifican problemas complejos hasta reducirlos a enemigos claros. Feminismo, diversidad, ideología de género. Palabras que deberían significar derechos, equidad y justicia ahora se transforman en villanos de una narrativa diseñada para dividir en buenos y malos.
Cuando el presidente de un país sube a un escenario global y llama al feminismo, la diversidad y la equidad «enemigos de la libertad», no está improvisando. Está ejecutando un guion. En este tipo de discursos no existen los errores ni las casualidades. Este tipo de discursos viene cargado de estrategias planificadas que apelan a las emociones más primitivas: el miedo, el rechazo, el odio.
Ante esta realidad global donde el odio vende, donde el odio gana elecciones, lo que debería preocuparnos no es solo lo que dicen, sino lo que logran. Cuando políticos usan el odio como discurso principal, no están hablando solo de ideas abstractas: están hablando de palabras que serán ejecutadas como políticas públicas en contra de determinadas personas. Las políticas públicas que eliminan derechos no afectan conceptos, afectan vidas. Las vidas de mujeres, de niñeces y de diversidades.
El problema no es el feminismo, ni la diversidad, ni la equidad. El problema es el odio que busca dividir, construir individualidades. No son las redes sociales las que construyen la individualidad, no son los celulares, no fue el COVID. La historia ha demostrado una y otra vez que son los discursos de odio los que lo hacen. Hoy empiezan por quitarle derechos a alguien más; a un otre, después a un vecine, a un amigue y mañana, te puede tocar a vos. No hay excepciones. El odio no se sacia; el odio avanza. Cuando dejamos que estos discursos se normalicen, no solo perdemos derechos; también perdemos nuestra humanidad.
Es hora de que usemos las mismas herramientas con las que se construyen estos discursos: comunicación, narrativa, emoción. No para dividir, sino para construir. Para recordar que detrás de cada etiqueta hay una persona, una vida, una historia. Y sobre todo que un mundo sin derechos no es libertad: es opresión disfrazada.
Porque al final, las preguntas son las mismas: ¿A quién le toca hoy? ¿A quién le tocará mañana?
No olvidemos que, en el cine, como en la vida, el guion siempre puede reescribirse.