Por Andrea Rivas
Esto me paso en 1985. Eran los primeros años de democracia, yo tenía 13 años y estaba en primer año de la escuela secundaria, cursando en una institución privada en zona sur de la Provincia de Buenos Aires.
Entraba en el mundo de la adolescencia y todo era muy nuevo para mí. En mi recuerdo queda presente que nadie se sabía adaptar del todo bien a esta nueva situación de vivir en democracia, quienes íbamos a la escuela a estudiar ni quienes nos daban clase y menos aún las recalcitrantes autoridades.
Recuerdo a mis compañeras empezando a enamorarse de alguno de los chicos del curso. Casi todas habían experimentado algún tipo de flechazo. Yo me esforzaba por mirar a cada uno de los chicos de la clase, de los años más grandes a ver si algún día podía experimentar esa magia yo también. Pero por mas dedicación y esfuerzo que le ponía, nada sucedía. Me desanimaba mucho.
Iba a los “asaltos”, así se llamaban las fiestas a las que nos dejaban ir, aún no podíamos ir a bailar a boliches así que nos juntábamos en la casa de alguno del colegio o del barrio, poníamos música, bailábamos, tomábamos gaseosas y se suponía que la pasábamos genial. Eso era un “asalto”.
Pero eso no era para mí. Había dos causas que me hacían entristecer en los asaltos. Una de ellas era que estaba muy excedida de peso y era bastante excluida por esto a la hora de que alguien me sacara a bailar o de integrarme totalmente en la fiesta.
Pero habia otra causa que tenía menos clara y realmente me ponía muy mal no saber de qué se trataba, tan solo la experimentaba en mi cuerpo, en mis reacciones, en mis sentimientos. Pero no la entendía aún.
Un día fue muy concreto lo que paso. Estaba sentada en estas fiestas tan poco divertidas para mí, mirando como bailaban lentos. No podía dejar de mirar a una de mis compañeras, ella era mi compañera de banco. Miraba con mucha atención como el chico que la habia sacado a bailar la abrazaba cada vez más fuertemente hacia su cuerpo, como sus manos rodeaban toda su cintura y lentamente iban bajando. Ver esto me produjo un gran enojo y me fui al patio a tomar aire.
Me pregunte ¿Qué me pasa? ¿Por qué me pongo así? Era el comienzo de mi despertar sexual, no lo sabía aún, estaba muy confundida, se suponía que me tenían que gustar los chicos, así que aún faltaba un tiempo para que yo misma aceptara que me gustaba mi compañera de banco.
Durante meses me debatía en amplías contradicciones internas, sufría porque no tenía con quien hablar. Pensaba ¿a quién le puedo hablar de esto? A mis amigas del colegio no! ¡A mi familia menos! ¡Las maestras ni soñando! Estaba muy sola.
El peso de lo que sentía por esta chica se hizo ciertamente insoportable. Entonces pensé que lo mejor y lo único que podía hacer, ahora que ya estaba segura de que ella me gustaba y la quería no como amiga, era decírselo. Aún si ella no sentía lo mismo por mí, cosa que estaba casi segura, era mi amiga, mi compañera de banco, seguro me ayudaría y me hablaría bien.
Pero no fue así. Recuerdo que elegí la hora de la salida del colegio para hablarle, había una parte del trayecto que era común a las dos antes de que yo llegara a mi casa, que era la primera en el camino. Se me ocurrió que podíamos tomar un helado y así tendría más tiempo para ver como le decía lo que me estaba pasando, mi verdad.
Y cuando terminamos el helado y retomamos el camino hacia nuestras casas, faltando una cuadra para que yo llegara a la mía, me anime. Sin pensar mucho le dije brutalmente que me gustaba, que estaba enamorada de ella.
Me miró fijo durante un tiempo, para mi fueron siglos, supongo que habrán sido unos breves minutos. Pareció enmudecer. Yo esperaba una reacción, que se enojara, que me dijera nada que ver o que milagrosamente me dijera que le pasaba lo mismo.
Pero no fue lo que paso. Muda, sin reacción, solo con una mirada fija, con una expresión de nada en su rostro me dijo:
–¡Bueno, Andre, nos vemos mañana!
— Dale! ¡Hasta mañana!
Cuando seguí camino a mi casa me maldije una y mil veces, ¿cómo se me había ocurrido algo tan estúpido? Pero por otro lado me sentía aliviada, pude decirlo, si ella no sentía nada por mí, mañana iba a poder seguir con mi vida. Vería como resolver esto que me pasaba mientras al resto le gustaban los chicos.
A la hora sonó el teléfono de mi casa, corrí atenderlo, pensaba que era ella arrepentida de haber sido tan fría y frívola conmigo, yo era su amiga después de todo.
No era ella, era su padre. Quería hablar conmigo, con esa nena de 13 años medio gordita que era yo. Su tono de voz era fuerte, exasperado, hablaba con mucho odio, me amenazó, me dijo que no le tenía que hablar más a su hija, ni sentarme con ella, ni estar cerca de ella nunca más porque de lo contrario me iba a hacer echar del colegio por pervertida, que le iba a contar a mi mamá, a todo el colegio que yo era una tortillera de mierda. Cuando se convenció de que por el terror que me había infundido lo iba a obedecer mansamente, corto.
Al otro día fui al colegio, ella, la chica que me gustaba también fue. No la salude, apenas la mire y baje la vista. Me senté en otro lugar. Toda la clase preguntaba qué había pasado. Yo no quería hablar, me limitaba a decir que habíamos tenido un problema.
Lo que quedaba de ese año escolar viví muy nerviosa, con miedo. No me gustaba ir al colegio. Tenía que fingir que estaba bien, tenía que fingir que no me gustaban las chicas, el miedo era mucho más fuerte.
Conviví con el miedo que ese hombre metió dentro de mi cuando era una nena por muchos años más, la aceptación de mi sexualidad fue un proceso largo y difícil. Sin lugar a dudas que este hecho me marcó, superar y sacar ese miedo me llevo años y elegí muchas veces acciones que fueron muy perjudiciales para mí.
El cambio generacional de los adolescentes de hoy parece haber traído más libertad entre ellos, pero casos como el mío y mucho peores se siguen repitiendo, casi como si el tiempo no hubiera pasado. La indiferencia e impotencia de las escuelas de abordar la sexualidad se cobra muchas nenas y nenes de víctimas. Hoy como adulta y luego de un largo camino sé que lo que me atravesó fue el miedo, y que, si yo hubiera sabido y confiado en que en mi escuela me iba a ayudar, las amenazas que recibí no hubieran servido.
El dolor y angustia de los niños y de las niñas no está en el lado visible del mundo de las personas adultas, es mucho lo que se queda en el silencio. Por eso se necesita que las personas adultas responsables hagan acciones visibles para que los niños y niñas LGBTIQ puedan salir del closet sin sufrimiento ni acoso.
Y también esas nenas y nenes nos necesitan a cada una de las personas LGBTIQ que ya salimos del closet, visibilizándonos al máximo posible.
No apaguemos nuestros sentidos, ayudemos a que esto deje de pasar y se convierta en historia.